miércoles, 14 de enero de 2009

Hay que Domar la Lengua.

Por/ Francisco Martínez

Hermanos míos, no pretendan muchos de ustedes ser maestros, pues, como saben, seremos juzgados con más severidad. Porque todos fallamos de muchas maneras. Si alguien nunca falla en lo que dice, es una persona perfecta, capaz también de controlar todo su cuerpo.

Cuando ponemos un freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, podemos controlar todo su cuerpo.

Lo mismo sucede con los barcos: A pesar de ser tan grandes y de ser impulsados por fuertes vientos, se gobiernan por un pequeño timón a voluntad del piloto.

Así mismo la lengua es un miembro muy pequeño del cuerpo, pero hace alardes de grandes hazañas.

Imagínense que gran bosque se incendia con tan pequeñísima chispa de fuego.

También la lengua es un fuego: es un mundo de maldad. Siendo uno de nuestros órganos, contamina todo el cuerpo y encendida por el mismo infierno, hace arder todo el curso de la vida humana.

El ser humano sabe domar y, en efecto, ha domado toda clase de fieras, de aves, de reptiles y de bestias marinas, pero nadie puede domar la lengua. Es un mal irrefrenable, lleno de veneno mortal.

Con ella bendecimos al Señor, nuestro Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios.

De una misma boca salen la bendición y la maldición. Pero no debe ser así, hermanos.

¿Puede acaso brotar de una misma fuente agua dulce y agua salada?

¿Acaso, hermanos, una higuera puede producir aceitunas, o higos una vid?

Pues tampoco el mar puede producir agua dulce.


Santiago 3: Versículo 1 al 12